Otro sueño
Patricio
Escobar
Era un
parque, algo así como la Quinta Normal. Había mucha gente visitando puestos
temporales de esos de ferias artesanales. Había también muchos escolares
moviéndose entre los puestos y muchos otros también sentados en el pasto bajo
la sombra de los árboles. Uno de los estáns que vi era una
especie de tabaquería. Recordé que mi amigo me había encargado una cajetilla
dura de cigarrillos celestes, así que se la compré.
– Hola.
– Buenas. Quiero un B…
celeste, cajetilla dura.
– Un B… celeste. Aquí está.
Noté
que la cajetilla era blanda.
– ¿Cajetilla dura no
tienes?
El
vendedor, un hombre joven, bajo, de pelo crespo y colorín, metió la mano en el
dispensador de cigarrillos para ver si había cajetillas duras en el espacio de
los cigarrillos marca B…
– No, me quedan solo
blandas.
– Ya, supongo que el
cigarrillo es el mismo.
– Son $1300.
– Dale.
Pensé en pasarle los $300 para que me diera un billete de $1000 de
vuelto, pero no lo hice. Simplemente le di un billete de $2000.
– Pucha, no
tengo monedas de $100 verdaderas, sólo estas falsas, pero la diferencia es
súper poca.
En vez de decirle inmediatamente que yo le daba los $300, la curiosidad
me invadió.
– ¿Falsas?
¿Cómo eso?
– Éstas, mira.
Sobre el mesón puso dos monedas que a primera vista
lucían de igual tamaño y forma que las de $100. Tenían el mismo centro plateado
y el borde exterior dorado, aunque éste era ligeramente más angosto. Sin
embargo, al fijarme en los diseños del relieve, noté que decían claramente “1
euro”.
– Pero compadre,
la estai cagando. Estos son euros y con estas dos me estai regalando caleta de
plata.
– ¿Ah sí? Tengo
varias de estas. Un gringo me acaba de pagar con un montón de éstas como si
fueran de a $100.
En ese momento escuché una explosión y muchos gritos. Al girarme, vi una
gran cantidad de escolares entre una nube de humo blanco corriendo hacia el
interior del parque. Por la entrada, vi que ingresaban alrededor de veinte
carabineros de fuerzas especiales (con sus trajes de tortugas ninjas)
persiguiendo a los escolares y, por encima de todos ellos, un poderoso chorro
de agua. Habrá sido por mis años de universidad, pero mi reacción automática
fue la de correr.
Seguí a la masa de estudiantes. Vi como algunos saltaban la reja del
parque y entraban a los jardines de la iglesia vecina. Otros hacían lo mismo,
pero entraban a los patios del internado que estaba detrás del parque. Por un
momento pensé hacer lo mismo, pero me detuve y me dije:
– ¡Los cigarros
y el vuelto! –y me di un palmazo en la frente.
Al darme vuelta, sentí el olor de las lacrimógenas y mis ojos comenzaron
a lagrimear. De manera borrosa noté toda la escena: los visitantes al parque
corrían de manera errante en muchas direcciones escapando del gas. Padres
tomaban a sus pequeños como paquetes bajo sus brazos e intentaban avanzar hasta
un lugar con aire respirable. Mujeres gritaban de desesperación con el caos del
momento y la irritación de sus ojos. Algunos de los puestos de la feria estaban
guardados pero muchos otros, los que no alcanzaron a cerrarse, estaban
completamente mojados y sus lonas y productos goteaban agua picante. El de los
cigarrillos estaba vacío. Solo había un hombre alto, muy blanco, de polera y
pantalones cortos que parecía turista gringo diciendo “mi tineruo, mi tineruo”
mientras que con ambas manos hacía gestos de pedir explicación.
Pensé que una feria de ese tipo debería tener una especie de organización
central, así que miré hacia atrás de los puestos y vi que muchos de los
vendedores caminaban arrastrando bolsas con sus productos hacia un lado del
parque. Entre ellos, noté al colorín que me atendió en el puesto de los
cigarrillos. Suponiendo que el gringo estaba en una situación similar a la mía,
le grité:
– Gringo! Camán
chiriwei!
Me escuchó, miró y al parecer logró entender que quería ayudarlo pues me
siguió. Con mi mano derecha le apunté al colorín que se alejaba cada vez más
entre los otros vendedores y me dijo “olruait” a la vez que asintió con la
cabeza.
Los vendedores estaban entrando a una especie de container y
unas personas a la entrada detenían a quienes eran desconocidos. Supuse que con
el gringo no éramos los únicos intentando recuperar plata, así que esperé en
silencio, pero siempre atento a las otras personas que reclamaban muy alteradas.
Una de esas personas era una señora muy gorda que no paraba de gritarle a quien
la había detenido a la entrada del container. También había muchas
otras personas empapadas que guardaban silencio y se miraban entre ellas. De
pronto, un hombre vestido muy formal se me acercó y me dijo:
– ¿Has visto a
Tania Álvarez?
– Si –le
contesté.
Me di vuelta, miré entre la gente y ahí estaba Tania. Vestida con una
chaqueta corta, de cabello liso y rostro muy serio. Se la indiqué con el dedo.
– Y tú, ¿cómo
la conoces? –me preguntó el hombre.
– No sé,
quizá de otro sueño. Momento… ¿otro sueño?
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