domingo, 17 de marzo de 2013

Revolución en grafito (cuento)

Revolución en grafito
Patricio Escobar

Según recuerdo, la cosa comenzó cuando desperté en el suelo del baño. ¿Me habré desmayado o resbalado con algo? La verdad es que me preocupé un poco. Comencé a ponerme de pie, despacio, para corroborar que no tuviese nada roto. Todo iba bien: mis brazos y piernas respondían correctamente, mi espalda (aunque fría) no presentaba dolor, mi cabeza estaba calma. Apoyé mi antebrazo derecho en la orilla del lavamanos, me impulsé con mi mano izquierda sobre la tapa del retrete para terminar exitosamente de pie. Sin embargo, esa pequeña victoria no tuvo mucho tiempo para ser celebrada. Al mirarme al espejo, una nueva interrogante cruzó mi mente: ¡¿Por qué diablos tenía la cara completamente negra?! Todo mi rostro había sido deliberadamente teñido con alguna sustancia oscura. Además, las mangas de mi camisa y las piernas de mi pantalón presentaban pequeños orificios y, por si eso fuera poco, mis manos y pies (los que, por cierto, estaban descalzos) tenían manchones oscuros y punzantes que me recordaron a las “quemaduras indias” que solíamos hacer en la época de estudiantes. Por un segundo pensé que había sido objeto de alguna broma, pero el hecho de estar solo con mi novia en la casa hacía de esa opción algo improbable. Comencé a analizar la pintura de mi rostro: era de color negro, pero no densa; no olía a pasta de zapatos, plumón, témpera ni al maquillaje de mi novia. Era más bien como… ¡lápiz mina! Fue en ese momento en que, mediante imágenes relampagueantes, recordé la experiencia vivida un par de horas antes.
Había llegado a mi casa después de un largo día de trabajo. Lancé las llaves sobre la mesa, dejé mi bolso en el suelo, me saqué la chaqueta y la colgué en el respaldo de una silla, deshice el nudo de mi corbata y abrí los dos primeros botones del cuello de mi camisa. Tomé unos sorbos de la botella de bebida que estaba en el refrigerador y caminé hacia la habitación buscando la comodidad de la cama. Abrí la puerta, encendí la luz y algo me detuvo: cientos de lápices de mina estaban en el suelo, con sus puntas afiladas hacia arriba y perfectamente ordenados como en escuadras que formaban compañías. Detrás de ellos, veinte sacapuntas metálicos parecían estar listos para apoyar a sus camaradas de madera y, a ambos flancos, doce lápices de colores montaban gomas de borrar.
–¿Pero qué tontería es esta? –exclamé y me dispuse a patear los lápices que tenía más cerca, pero no noté que un ágil compás había atado el cordón de mi zapato derecho con el izquierdo y perdí el equilibrio, cayendo de espaldas sobre la alfombra.
Desde el suelo, y  su misma altura, vi un único lápiz de mina chino amarillo con goma rosada en la punta que gritó –Su injuria no quedará impune ¡Al ataque! –y todos los lápices de mina comenzaron a marchar hacia mí emitiendo un sonido ordenado y repetitivo. Dando pequeños rebotes, las gomas acercaron a los lápices de colores quienes se repartieron entre mis piernas y brazos. Ya cerca de mí, dieron un gran salto y los lápices cayeron enterrados como estacas a través de la tela de mi camisa y pantalón dejándome inmovilizado. Los lápices de mina comenzaron a rayar ágilmente mi cara, humedeciendo su punta primero en mi boca, la que era sostenida abierta por dos clips que tomaron forma de ganchos. Una vez gastados los lápices saltaban hacia atrás y una nueva oleada tomaba su posición. En la retaguardia, los sacapuntas sonaban como taladros alistando a los lápices recién ocupados y así poder reincorporarse al ataque. Un par de lápices porta mina lanzaban sus puntas por el aire como flechas intentado darme en los ojos, pero afortunadamente yo los cerraba a tiempo. Todo el tiempo intenté liberarme para contraatacar, pero me era imposible, sobre todo por el dolor que producían las gomas de borrar que se frotaban incansablemente contra mis manos y pies, por lo que sólo me quedaba gritar y aguantar.
Finalmente, luego de unos minutos luchando así, el lápiz de mina chino se acercó a mi cara, me dijo –Nunca vuelvas a ofender a los unicornios ancestrales–, tomó una goma de borrar la elevó por sobre su punta y me dio un fuerte golpe en la sien. Supongo que perdí el conocimiento y me arrastraron al baño, que fue donde desperté a las horas después.
¿A qué ofensa se refería el lápiz chino? Aquí, frente al espejo, con la cara negra, la ropa perforada y las manos y pies quemados, lo medité y supuse que se refería a lo que había sucedido ese mismo día en la mañana. En un determinado momento, mientras revisábamos las cosas que debíamos llevar al trabajo, mi novia me dijo –Amor, si necesitas lápices de mina, en la oficina me dieron hartos, igual que gomas, sacapuntas y otras cosas.
Yo, desde el punto de vista de un usuario de la era digital, le respondí inmediatamente –¿Lápices de mina? Pppfff, eso es pa’ los prehistóricos. Ya nadie ocupa esos cachureos. Yo que tú los tiro a la basura no más–. Mala idea haberlo dicho. Mala idea también haber masticado lápices tantas veces.
Mientras me limpiaba la cara con agua y jabón, recordé haber leído una vez a alguien que aseguraba que la energía universal permitiría un día a los objetos inanimados moverse y tomar venganza por los maltratos e insultos humanos. Quizá éste era el día.

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