Las barandas del liceo italiano
Una vez
instalados en el colegio italiano que sería nuestro hogar por tres meses, me
dispuse a dar una vuelta por Roma y buscar los lugares más importantes para
luego recorrerlos con mi curso. Fui a la sala de profesores a buscar un mapa de
la ciudad, caminé por los pasillos del viejo colegio, presté especial atención
a las barandas de madera de los pisos superiores (no sé por qué lo hice) y, al
volver a la sala, encontré a un alumno a microsegundos de encender una bomba de
humo.
–¡Santander! –dije. –¡Suelta eso y
vamos a inspectoría!
–¿También tenés un pibe problema?
–dijo una voz en el pasillo. Era el profesor de la sala del lado, otro curso de
intercambio. Tenía uno de sus alumnos agarrado de una oreja. –Seguíme que sho
sé dónde los van a corregir.
–Santander, vamos. Recién llegado a
Italia y ya te estás portando mal. Veremos cómo te va con el inspector de acá
–le dije a mi alumno.
Caminamos
los cuatro por el pasillo del segundo piso del colegio y, nuevamente, le presté
mucha atención a las barandas de madera. Se notaban que eran muy antiguas, y
habían sido pintadas de un color café oscuro.
–¿Estás seguro que la oficina del
inspector está por acá? –le pregunté al otro profesor.
–See. Por culpa de estos demonios
sha he venido seis veces. Siete ahora con este Gálvez ¡Y apenas shegamos hace
tres días! ¿Lo podés creer?
–Venimos a romper marcas entonces.
Yo acabo de llegar y ya tengo que presentarle este angelito al inspector. Y es
más, te puedo asegurar que en estos momentos hay otros cuantos organizando
algún destrozo.
–Ah bueeeno. Sha era hora de tener alguien que me
entendieeeera. Alfredo Marini, profesor de Biología de Buenos Aires –me dijo
extendiéndome la mano derecha.
–Julián Robles, profesor de Música
de Santiago. Mucho gusto.
–¡Música! ¿Te especializás en algún
instrumento?
–Toco de todo. Pero si de gusto se
trata, me fascina el bajo. Y además canto.
–Mirá que bueno, che. Platicando
con un profe mexicano, me dijo que los instrumentos de la sala de música están
disponibles. Él toca la guitarra y sho la batería. Podríamos ir un día libre y
ver que sale. ¿Vale?
–Ya poh, me parece excelente.
Después nos ponemos de acuerdo.
Seguimos
caminando por los pasillos del viejo colegio italiano hasta que llegamos a una
oficina con puerta de vidrio. En el vidrio debió haber tenido escrito en
italiano, pero no se veía por la hoja de papel con la palabra “inspectoría”
impresa en letras negras que habían pegado encima. Marini dio tres golpes a la
puerta. Yo me giré para ver el patio y tener una imagen general del colegio,
pero me quedé mirando una vez más las barandas. Esas barandas de madera tallada
que parecían patas de mesa antigua, pintadas de color café oscuro. ¡Pero claro!
¡Se parecían tanto a las barandas del liceo de Concepción en donde yo había
estudiado cuando era adolescente!
–¡Marini! Otra vez por acá. ¿Qué
hiciste ahora? –dijo con voz gruesa el inspector, un tipo alto, gordo, pelo canoso
y un ojo de vidrio.
–Lo pillé rayando las sillas con
éste plumón. –dijo el profesor Gálvez, de biología, dándole el plumón en la
mano al inspector.
–Marini, Marini. ¿Qué vamos a hacer
contigo? No sé cómo funcionan las cosas en Argentina, pero acá en Chile no es
normal que hagas tantas maldades juntas –dijo el inspector.
–Ah, y de pasadita me encontré al
profesor nuevo de Música, el señor Santander, quien también le trae un angelito
de su curso –dijo el profesor Gálvez.
–Santander, buenas tardes. Soy Enrique
Lobos, el inspector general. ¿A quién me trae?
–Buenas tardes. Le traigo a Julián
Robles del tercero “C”. Un muchacho con mucha imaginación, pero lamentablemente
ocupa esa creatividad en hacer bombas de humo con pelotas de ping pong y papel
metálico.
En
ese momento, el profesor Gálvez, el profesor Robles, el inspector Lobos y el
alumno argentino Marini del tercero “B” me quedaron mirando, ahí, junto a la
puerta de inspectoría y las barandas de madera del Liceo Italiano de Rancagua.