lunes, 22 de abril de 2013

Las barandas del liceo italiano (cuento)

Las barandas del liceo italiano
 Patricio Escobar


Una vez instalados en el colegio italiano que sería nuestro hogar por tres meses, me dispuse a dar una vuelta por Roma y buscar los lugares más importantes para luego recorrerlos con mi curso. Fui a la sala de profesores a buscar un mapa de la ciudad, caminé por los pasillos del viejo colegio, presté especial atención a las barandas de madera de los pisos superiores (no sé por qué lo hice) y, al volver a la sala, encontré a un alumno a microsegundos de encender una bomba de humo.
–¡Santander! –dije. –¡Suelta eso y vamos a inspectoría!
–¿También tenés un pibe problema? –dijo una voz en el pasillo. Era el profesor de la sala del lado, otro curso de intercambio. Tenía uno de sus alumnos agarrado de una oreja. –Seguíme que sho sé dónde los van a corregir.
–Santander, vamos. Recién llegado a Italia y ya te estás portando mal. Veremos cómo te va con el inspector de acá –le dije a mi alumno.
         Caminamos los cuatro por el pasillo del segundo piso del colegio y, nuevamente, le presté mucha atención a las barandas de madera. Se notaban que eran muy antiguas, y habían sido pintadas de un color café oscuro.
–¿Estás seguro que la oficina del inspector está por acá? –le pregunté al otro profesor.
–See. Por culpa de estos demonios sha he venido seis veces. Siete ahora con este Gálvez ¡Y apenas shegamos hace tres días! ¿Lo podés creer?
–Venimos a romper marcas entonces. Yo acabo de llegar y ya tengo que presentarle este angelito al inspector. Y es más, te puedo asegurar que en estos momentos hay otros cuantos organizando algún destrozo.
–Ah bueeeno.  Sha era hora de tener alguien que me entendieeeera. Alfredo Marini, profesor de Biología de Buenos Aires –me dijo extendiéndome la mano derecha.
–Julián Robles, profesor de Música de Santiago. Mucho gusto.
–¡Música! ¿Te especializás en algún instrumento?
–Toco de todo. Pero si de gusto se trata, me fascina el bajo. Y además canto.
–Mirá que bueno, che. Platicando con un profe mexicano, me dijo que los instrumentos de la sala de música están disponibles. Él toca la guitarra y sho la batería. Podríamos ir un día libre y ver que sale. ¿Vale?
–Ya poh, me parece excelente. Después nos ponemos de acuerdo.
         Seguimos caminando por los pasillos del viejo colegio italiano hasta que llegamos a una oficina con puerta de vidrio. En el vidrio debió haber tenido escrito en italiano, pero no se veía por la hoja de papel con la palabra “inspectoría” impresa en letras negras que habían pegado encima. Marini dio tres golpes a la puerta. Yo me giré para ver el patio y tener una imagen general del colegio, pero me quedé mirando una vez más las barandas. Esas barandas de madera tallada que parecían patas de mesa antigua, pintadas de color café oscuro. ¡Pero claro! ¡Se parecían tanto a las barandas del liceo de Concepción en donde yo había estudiado cuando era adolescente!
–¡Marini! Otra vez por acá. ¿Qué hiciste ahora? –dijo con voz gruesa el inspector, un tipo alto, gordo, pelo canoso y un ojo de vidrio.
–Lo pillé rayando las sillas con éste plumón. –dijo el profesor Gálvez, de biología, dándole el plumón en la mano al inspector.
–Marini, Marini. ¿Qué vamos a hacer contigo? No sé cómo funcionan las cosas en Argentina, pero acá en Chile no es normal que hagas tantas maldades juntas –dijo el inspector.
–Ah, y de pasadita me encontré al profesor nuevo de Música, el señor Santander, quien también le trae un angelito de su curso –dijo el profesor Gálvez.
–Santander, buenas tardes. Soy Enrique Lobos, el inspector general. ¿A quién me trae?
–Buenas tardes. Le traigo a Julián Robles del tercero “C”. Un muchacho con mucha imaginación, pero lamentablemente ocupa esa creatividad en hacer bombas de humo con pelotas de ping pong y papel metálico.
         En ese momento, el profesor Gálvez, el profesor Robles, el inspector Lobos y el alumno argentino Marini del tercero “B” me quedaron mirando, ahí, junto a la puerta de inspectoría y las barandas de madera del Liceo Italiano de Rancagua.


lunes, 15 de abril de 2013

Carta de M… (cuento)


Carta de M… a las personas del mundo desde la prisión de Cebongan, Indonesia, Junio de 2053 (traducción al español)


Estimados amigos,
Recientemente he sido informado acerca de la noticia de que todos ustedes me han otorgado el título honorífico de Ciudadano Ilustre de la Humanidad. Sinceramente, no creo que exista manera satisfactoria de expresar mediante palabras el placer que siento en estos momentos. Dadas las circunstancias actuales, sólo se me permite comunicarles mediante éstas breves líneas mi gratitud pero créanme, amigos míos, que mi felicidad va mucho más allá de lo que ustedes puedan imaginar de éstas palabras.
Sin embargo, tengo la necesidad de aclarar que las cosas que les he revelado y que han causado tanto mi actual situación judicial como el galardón que ustedes me han concedido, no ha surgido de mi propio conocimiento, sino que más bien se me fue revelado hace unos años atrás. Me gustaría, por lo tanto, relatarles los acontecimientos durante los cuales yo recibí el conocimiento que, espero, signifique que la humanidad finalmente llegue a conocer el bienestar universal.
Corrían los primeros años del siglo XXI cuando, con la compañía de tres de mis mejores amigos, me dirigía a un festival al aire libre a las afueras de mi ciudad natal. Tanto yo como mis compañeros recientemente habíamos cumplido la mayoría de edad, por lo que nos sentíamos con la energía característica de la juventud más la independencia propia de la adultez. Para llegar al lugar en donde se llevaba a cabo el festival, debíamos manejar a través de la carretera que se sitúa junto al aeropuerto de la ciudad. Sin embargo, y a pesar de la tecnología que existía a nuestra disposición en ese tiempo, equivocamos la ruta y terminamos en un camino que nos llevó al viejo internado religioso abandonado que en sus últimos años había funcionado como museo de objetos e imágenes eclesiásticas.
Como aún teníamos tiempo de llegar al festival, mediante común acuerdo nos dimos la libertad de entrar al terreno al que habíamos llegado a pesar de que estaba claramente señalizado como “recinto privado” y “peligro de derrumbe” y así poder curiosear. Entramos por una abertura en la alambrada principal y, luego, por una ventana rota al edificio mayor de lo que fue el internado. Todo estaba oscuro. El aire estaba denso por el polvo de los años y olía a encierro y madera vieja. El silencio casi total era solo interrumpido por nuestros pasos y por el viento que se colaba por las tablas rotas de las ventanas. 
Nos encontrábamos recorriendo el lugar cuando uno de mis amigos sintió la necesidad de romper un vidrio oscurecido por el tiempo que no permitía mirar con claridad el contenido de una especie de vitrina. El sonido del cristal roto cayendo al piso de madera retumbó por todos los pasillos de la casona haciendo parecer que otros cien cristales se rompían a lo ancho y largo de la casona. Cuando el ruido se detuvo, nuestros ojos quedaron fijos en lo que había al interior de la vitrina: estatuas religiosas que representaban personas con laceraciones en pies y manos sufriendo condenas mortales, ángeles guerreros atravesando demonios bajo sus pies con lanzas, mujeres con cara de sufrimiento, llorando, dirigiendo sus ojos hacia arriba y muchas otras figuras que nos hicieron sentir un profundo terror. Mis tres amigos tuvieron la instintiva reacción de salir corriendo del lugar, pero yo no me sentí con la fuerza para hacerlo. En cambio, una extraña sensación me hizo caminar de manera casi involuntaria hacia otra habitación. 
Llegué a una amplia sala y me detuve en el centro de ésta. Aunque en mi interior yo estaba muerto de miedo y solo quería arrancar, mi cuerpo no lograba moverse a la par de mis pensamientos. Entonces, apareció frente a mi la figura de una joven, de aproximadamente mi misma edad, vestida con una túnica blanca. Su rostro me pareció extrañamente conocido. Con una suave voz, casi infantil, me dijo que era mi hermana gemela quien había muerto pocas horas después de nacer y cuya existencia mis padres nunca me habían revelado. Me explicó que, por haber irrumpido en este lugar, a continuación sería enjuiciado. 
Apareció frente a mí en ese instante una especie de estrado con figuras que no logré distinguir, pero sus voces eran gruesas y fuertes y repercutían en el gran salón. Una voz dijo “¿será tu castigo algo simple y pueril como ser comido por un tiburón?”. Una segunda voz dijo “¿O quizás dedicar por completo tu vida a las creencias religiosas, abandonando todos los placeres terrenales existentes?”. La suave voz de quien se había identificado como mi hermana gemela susurró a mi oído diciendo “Sea cual sea la decisión, acéptala y rinde tu alma. En realidad no es un castigo lo que te darán, sino un beneficio”. Entonces, haciendo caso del consejo de esa dócil voz, en mi interior acepté cualquier determinación que se tomara. Sentí, entonces, que mi cuerpo comenzaba a flotar en el aire boca arriba. Cerré mis ojos, abrí mis brazos y junté mis piernas. La tercera voz dijo “Entonces, se te dará a conocer y deberás cargar de ahora en adelante con la verdad última de la vida. Solo podrás revelarla a la humanidad dentro de diez años. Por darla a conocer públicamente, serás agradecido por muchos, pero también odiado por otros”. A los pocos segundos, sentí el frío suelo de madera tocando mi espalda. Abrí los ojos, me senté y miré alrededor; no había nada, excepto mis tres amigos, atónitos, mirándome desde la entrada del salón. Me dijeron que me habían visto levitar completamente solo, iluminado solamente por un haz de luz que se colaba desde el exterior por una abertura en el techo. Después de eso, simplemente salimos del lugar y les pedí que no mencionaran a nadie lo sucedido por algún tiempo, hasta que yo les indicara.
Fue de esa manera, entonces, cómo obtuve el conocimiento que hace cuarenta años les revelé. Hoy que celebro setenta años de edad, puedo confirmar que se ha cumplido todo lo prometido: muchas personas han aceptado mis palabras, mientras que muchas otras las han renegado. He vivido más de treinta y siete años tras las rejas por mis dichos y, aun cuando he sido solo un conducto de ese saber, estoy muy agradecido de vuestro reconocimiento hacia mi persona pues tengo la más plena certeza de que la verdad saldrá triunfante y mi revelación logrará el cometido original de conseguir la felicidad en todo el mundo.

Que la paz esté con todos ustedes.

M…



Cronología de los hechos.
1984 – Nacimiento de M…
2003 – M… (19 años) recibe conocimiento en antiguo internado.
2013 – M… (29 años) revela públicamente el conocimiento creando gran conmoción en el mundo entero.
2017 – M… (33 años) es enjuiciado y enviado a prisión por sus opositores.
2053 – M… (70 años) recibe el título honorífico de Ciudadano Ilustre de la Humanidad y escribe carta la de agradecimiento.

domingo, 14 de abril de 2013

La edad del odio (microcuento)


La edad del odio
Patricio Escobar

–¿Por qué? ¿Por qué yo? Nadie entiende en esta familia lo que estoy viviendo. Salen con sus “yo ya pasé por esa etapa” pero no es cierto. Nadie sabe lo que es vivir como yo, sin poder hacer nada, siempre me mandan a hacer cosas que no quiero. ¡Odio mi vida! ¡Odio a mi familia! ¡Por qué no puedo tener una vida tranquila! –dijo la adolescente entrando furibunda a su habitación.
         Se tumbó en su cama, cubrió su cabeza con la almohada y se puso a llorar. Al dejar caer su brazo derecho por la orilla de la cama, su mano rozó el interruptor de la lámpara que tenía en el velador.
–Si tan solo tuviera explosivos bajo la casa… ¡podría hacer volar todo apretando este interruptor! (Click)
La casa no voló en pedazos, pero curiosamente un pequeño temblor se dejó sentir en el instante mismo en que la adolescente presionó el botón. Segundos más tarde, el hermano mayor de la joven entró corriendo en su habitación.
–¿Lo sentiste? Los icebergs se están partiendo –dijo el hermano mientras miraba entre inquieto y feliz por la ventana. Una columna de humo negro indicaba que había un incendio a lo lejos.
–¡Ándate de mi pieza! ¡Estai loco! (Click, Click)
–Ay, hermanita, estai en la edad de odiar todo. Yo ya pasé por ahí.
–¡Agghh! (Click, Click, Click)

jueves, 11 de abril de 2013

Claustrofobia (microcuento)


Claustrofobia
Patricio Escobar

Se cuenta que hace un par de siglos atrás en París, Francia, un grupo de cinco personas quedó atrapado en un ascensor, los que hace poco habían sido inventados. Como aún no existían los sistemas de seguridad y la experiencia en uso de ascensores que hay en la actualidad, esas cinco personas estuvieron atrapadas más de diez días a la altura del piso doce de un edificio. Cuando el equipo de rescate finalmente pudo abrir el ascensor, todas las personas estaban muertas excepto un solo hombre quien fue el que explicó los hechos, aunque con gran dificultad, más tarde a las autoridades. Según su relato, una de las personas (una señora mayor) se desplomó de un infarto al corazón al momento en que el ascensor se atascó y el resto sufrió horribles ataques de pánico a lo largo de los diez días de encierro. El hombre, entre sollozos, explicó que lo peor de todo sucedió esos últimos días cuando, en su razonamiento de pánico, los pasajeros pensaron que cometer canibalismo era la única manera de sobrevivir hasta que los rescataran. Partieron por comer del cuerpo de la señora que había muerto al inicio y luego, cuando ésta se comenzó a pudrir, siguieron por morder a los vivos hasta que cada uno tuvo en sus estómagos carne y sangre de las otras cuatro personas. Lo que no calcularon era que comenzarían a morir de sangramiento por las heridas. Como último dato, el hombre reveló que no tuvo pudor en comer de las otras personas pues, a fin de cuentas, eran completos desconocidos con los que no tenía relación sentimental. “De lo contrario, es probable que no hubiese accedido a comer de ellos” dijo el hombre a la prensa de la época. Es por esta historia que en la actualidad es de común acuerdo, cuando uno se sube a un ascensor, saludar a quien será su acompañante por muy corto que sea el trayecto. De esa manera, se deja de ser completos extraños y se da pie a que exista al menos un poco de pudor de comerse entre sí en caso de quedar encerrados. Con ello, también, ese “hasta luego” al momento de bajarse del ascensor, en realidad quiere decir “suerte que no tuvimos que comernos en ésta oportunidad”.

lunes, 8 de abril de 2013

Cuando los animales se creen Sherlock Holmes (cuento)


Cuando los animales se creen Sherlock Holmes
Patricio Escobar

–¡Ya poh albatros! ¿Hasta qué hora te esperamos? –exclamó la cordero.
–Ay, perdón, es que, pucha, espérenme un poquito, voy al baño rápido –respondió el albatros.
    La fiesta en la jaula del guepardo del zoológico metropolitano había terminado. Por todo el lugar solo quedaban restos de comida y botellas vacías de la noche anterior. Los invitados ya se habían marchado y solo quedaban unos cuantos rezagados que se disponían a irse a sus jaulas.
–Pucha el albatros. Si vas a hacer algo, hazlo ya. Mientras miraba al pato recoger sus cosas, te vi dar vueltas sin sentido –dijo la cordero.
–Yo ya estoy listo. Muero de hambre. Creo que vi un trozo de pescado por aquí… –dijo el pato.
       Mientras comía el pescado, el pato se puso a bailar al ritmo de una música imaginaria. Aleteaba alegremente y levantaba sus patas planas de manera alternada.
–Que bonitas estas figuras de mazapán, ¿quién las hizo? –preguntó la venado.
–La camello en un día en que el zoológico estuvo cerrado. Como no tenía nada que hacer, las hizo y quedaron de adorno –respondió la cordero.
–Pero hay que tener habilidad para ello. Quedaron bonitas. Los visitantes podrían llevarse una al finalizar su recorrido.
–Ya, volví, ahora podemos irnos –dijo el albatros.
–Menos mal. El pato ya estaba bailando, síntoma de locura –dijo la cordero.
      En ese momento, el albatros, la cordero, la venado y el pato toman sus pertenencias y caminan hacia la salida de la jaula del guepardo para irse a sus jaulas individuales. Pero la cordero, que era la última de la hilera, miró hacia atrás y vio un iphone sobre una silla.
–Wait! ¿A quién se le queda el celular?
–A mí no –responden los tres animales.
–Chuta, ¿y éste de quién será? –dijo la cordero tomando el celular en su pata izquierda.
–Yo lo vi desde hace rato acá. Estaba junto a una chaqueta negra –dijo una ardilla que apareció entre los escombros.
–No, pero la chaqueta era mía –dijo el albatros.
–Dejémoslo aquí en la jaula del guepardo. Estará seguro –dijo el pato.
–Pero si lo dejamos, el dueño o dueña va a tener que esperar hasta el próximo lunes para recuperarlo –dijo la cordero.
–¿Será de la golondrina? Ella vino anoche –dijo la venado.
–Pero también puede ser de la koala –replicó el albatros.
–Pucha, y tiene bloqueo con patrón, así que no puedo meterme a revisar los mensajes –dijo la cordero.
–Pero tiene la opción de llamada de emergencia –dijo el pato. –Llámame, el número va a quedar registrado en mi cel. Si es contacto mío, sabremos al tiro. Si no lo tengo agregado, buscamos ese número en la lista de números de los invitados que tiene el guepardo aquí en su jaula.
–¡Bakan! –dijo la cordero. –Dame tu número.
–Nueve, cuacktro, tres, cuacktro, cuacktro, seis, cuacktro, ocho.
–Nop. Me sale una grabación que dice “Este no es un número de emergencia”.
–¡Pucha! –dijeron los otros animales.
–Pero pensemos quién vino a la fiesta y descartemos quienes se fueron primero. Si hubiesen sido ellos, ya hubiesen regresado a buscarlo o hubiesen intentado contactarnos para pedirnos que lo guardáramos –dijo el pato.
–Veamos la lista de los números del guepardo, llamemos a quienes creamos que sea el dueño o dueña de éste celular y veamos con cual comienza a sonar –dijo el albatros.
–Yo creo que es de la golondrina –repitió la venado.
–¡Buena idea! –dijo la cordero. –¿Quién tiene plata para llamar?
–Yo la llamo –dijo el pato y comenzó a marcar el número de la golondrina viendo la lista.
–Porque ya la última opción sería llamar uno por uno los números de la lista de invitados –dijo la venado.
–Está marcando en este momento, pero el celular no está vibrando. No es de la golondrina –dijo el pato.
–¡Momento! –exclamó la cordero. –Miren, tiene la alarma activada a las 5am.
–¿A las 5 de la mañana? ¿Quién puede levantarse tan temprano? –preguntó el albatros.
–¡La caballo! –gritaron todos al unísono.
–Es la única energética que se levantaría a esa hora a, no sé, salir a correr o algo sano –dijo el albatros.
–Yo la llamo. Tengo el número de contacto –dijo el pato y, efectivamente, el iphone comenzó a vibrar con el mensaje “pato llamando”.
–Jajajaj, pero ¡qué detectivescos que somos! –dijo la cordero.
–Todos unos Sherlock Holmes –dijo el albatros.