martes, 26 de noviembre de 2013

Tarjeta adicional (cuento)

Tarjeta adicional ofrecida por el banco y que le otorgaría el doble de puntos al titular siempre que éste y el destinatario de ella tuviesen una buena relación.
Patricio Escobar


-Muy buenas tardes, soy Marcela, ejecutiva del Banco Horizonte. ¿Tengo el gusto de hablar con el señor Gustavo Salvatierra?
-Sip, con él.
-Muy buenas tardes, don Gustavo. ¿Como se encuentra hoy?
-En perfectas condiciones, señorita Marcela, y espero que usted se encuentre igual.
-Muchas gracias, don Gustavo. Efectivamente me encuentro muy bien.
-Me alegra saberlo.
-Don Gustavo. Lo llamo para informarle que el Banco Horizonte le hará entrega de una tarjeta de crédito adicional a la que posee y que podrá dar a quien usted quiera de su familia o conocidos. Con ella podrá acumular el doble de puntos en supermercados, grandes tiendas y kilómetros aéreos. Le cuento además, don Gustavo, que esta tarjeta viene con la última tecnología en seguridad al poseer un chip integrado que almacenará toda la información de las compras que se realicen con ella. Don Gustavo, solo necesito entonces que a continuación me dé la dirección de dónde le gustaría que le vayamos a dejar la tarjeta, puede ser en una dirección particular como también una comercial.
-Eh... De verdad está muy atractiva la oferta, señorita Marcela, pero lamentablemente no tengo a nadie a quien entregarle esa tarjeta, por lo que no estoy interesado por ahora.
-Pero don Gustavo, ¿de verdad no tiene a un amigo o hermano a quien entregarle la tarjeta? ¿Una polola... o pololo?
-Nopes. Muchas gracias por considerar que puedo ser homosexual, pero no lo soy. Y no, no tengo polola.
-¿...y su papá o su mamá?
-Muchas gracias por recordarlos, pero mi padre falleció hace tres años y mi mamá hace dos semanas.
-Oh.
-Sip. Como verá, estoy solo contra el mundo. Y, ahora que lo pienso, igual no soy tan mal partido. Soltero, sin hijos, profesional, con casa y auto, sin padres (por lo tanto, sin suegros para una posible novia), no tengo amigotes con los que salir a carretear y curarme... y feo no soy. Creo.
-Y joven, según lo que veo en sus datos.
-¿Más que usted?
-No. Usted es un poco mayor que yo, don Gustavo.
-Mhm.
-...
-¿Tiene pololo, señorita Marcela?
-Eh... no. Estoy soltera.
-¿Hijos?
-Quiero, en algún futuro no muy lejano.
-¿A que hora termina su turno, señorita Marcela?
-Hoy, a las ocho de la noche.
-Si la paso a buscar, ¿le gustaría ir a tomar algo?
-Je. Bueno.
-Muy bien. ¿Donde está su call center?
-598 de la calle Torrealba, en el sector oriente de la capital.
-Perfecto. La llamaré cuando esté afuera del edificio. Iré en mi auto, que es un station negro.
-Ok.
-Entonces, nos vemos en unas horas más, señorita Marcela.
-Nos vemos, don Gustavo.

         Gustavo y Marcela se juntaron esa noche a la salida del call center y se fueron a tomar unos tragos a un pub cercano. Conversaron hasta altas horas de la madrugada. Hablaron de sus gustos, hobbies, libros preferidos y bandas favoritas. Cuando el reloj marcó las tres de la mañana, Gustavo fue a dejar a Marcela a su casa en auto. Fue una muy buena primera cita. Al mes siguiente, Gustavo llamó a Marcela por teléfono y le ofreció la tarjeta de crédito adicional que el banco le había entregado. Dos meses después, Marcela llamaba a sus amigas y se refería a Gustavo como “pololo”. Al sexto mes, Gustavo pidió por teléfono a Marcela que se fuera a vivir con él en su departamento. Al octavo mes, llamaron a una persona que había publicado un aviso en Internet y adoptaron un pastor alemán al que bautizaron como Bruno. Al décimo mes, Gustavo habló con su ejecutiva, pidió un crédito, y compró un auto nuevo a nombre de Marcela. Al año siguiente, Gustavo le pidió matrimonio a Marcela por teléfono. Dos años más tarde, Marcela leyó un mensaje de texto en el celular de Gustavo mientras él se estaba duchando y supo que él tenía una amante. Tres años más tarde, Marcela llamó a Gustavo:

-¿Gustavo?
-Marcela.
-Te llamaba para coordinar la firma de los papeles de divorcio.
-Bien. Estaba esperando tu llamada. Yo puedo cualquier día y mi abogado también.
-Perfecto. Dejémoslo para el próximo miércoles a las 11 am en la oficina de mi abogada de avenida Constitución, ¿te parece?
-Sip. Ningún problema.
-Bien. Ah, a todo esto, Gustavo...
-Dime, Marcela.
-Por correo te mandé tu tarjeta de crédito adicional. No pienso seguir acumulándote puntos en tu club.
-Gracias.
-Que estés bien, Gustavo.
-Tu igual, Marcela.


sábado, 9 de noviembre de 2013

Oda a la inexperiencia (cuento)

Oda a la inexperiencia
Patricio Escobar


         Creo que nunca me lo había preguntado, pero me parece que la amaba porque se lavaba los dientes en las mañanas y después de comer. También porque colocaba un cara de gusto cuando comía sus platos favoritos. Al peinarse, lo hacía de manera que su peineta recorría el largo de su cabello, desde su cabeza hasta la punta de sus mechones. Me gustaba mirar su pelo de cerca. Cada uno de ellos era tan similar a una hebra de hilo de coser. Y su caminar... era tan único, colocando un pie primero y luego el otro, antes de volver a repetir el ciclo. Y siempre lo hacíamos por veredas, parques y escaleras de la ciudad. Cuando me tomaba la mano derecha, lo hacía con su mano izquierda y sus dedos ocupaban exactamente los espacios entre los míos; éramos tan complementarios. Tenía las manos frías, y a veces cálidas, dependiendo de qué tan cerca las tenía de una estufa o del agua caliente. Su piel era tan especial pues olía a jabón después de bañarse o a crema después de echarse. Sus ojos me miraban paralelos cuando estábamos de frente, y solo dejaban de mirar cuando pestañeaba o dormía. Cuando dormía, yo lograba escuchar su respiración... y todo su cuerpo se relajaba de manera horizontal, aunque a veces también sentada cuando se dormía en el sillón. Sus hombros eran únicos. Partían desde su cuello y caían como una delicada ladera hasta que comenzaban sus brazos. Ambos. Su sonrisa... casi siempre dejaba ver sus dientes al interior de su boca cuando sonreía, aunque otras veces sus labios solo hacían una curva hacia arriba en dirección a sus mejillas. Y cuando estaba triste, se le notaba en los ojos: usualmente miraba hacia abajo, o caían gotas que emanaban de sus lagrimales si la tristeza era mucha. También era misteriosa, porque lágrimas parecidas caían también cuando estaba muy alegre. Era tan especial. Hasta que me dí cuenta que todas las mujeres hacían exactamente lo mismo... y así sin más, la dejé de amar. O quizá nunca la amé. Ahora vivo con temor de no saber si lo que pueda sentir es amor, o simple inexperiencia.