viernes, 11 de enero de 2013

El Futuro Enterrado (Cuento)


El Futuro Enterrado

Patricio Escobar



-“Y ésta parte del palacio que estaba en los subterráneos aún se encuentra en excavación.”

         El lugar estaba frío y gris. El aire olía a encierro y tierra que hace mucho tiempo no había sido removida, algo así como a cementerio. Muchos obreros con casco plástico se movían rápidamente por el lugar. Yo no llevaba casco, por lo que tuve que cubrirme la cabeza con el periódico doblado que llevaba en mi mano izquierda de los restos de tierra, madera y cemento que caían de las excavaciones superiores. Así, semi-agachado, caminaba por debajo de las mallas de contención que estaban por sobre la altura de nuestras cabezas. En un momento me detuve y quedé mirando una escena que me pareció curiosa: parecía la entrada de una sala, pero estaba totalmente clausurada con una gran cantidad de troncos apilados unos sobre otros de manera horizontal. Los troncos ni siquiera estaban procesados y aún poseían la “cáscara” oscura y áspera de los árboles. Maquinaria pesada se encargaba de remover los troncos uno a uno de esa cámara.

-“Nuestros historiadores aún se preguntan qué hay allí” dijo la mujer que hacía las veces de guía. “Por el momento, no nos queda más que esperar a que saquen todos los troncos para poder entrar”.

         Me quedé ahí, viendo como el gran brazo metálico de la retroexcavadora levantaba uno de los troncos. Yo saqué un nuevo cuchuflí de la bolsa plástica en el bolsillo derecho de mi chaqueta y me lo puse en la boca, como puro. Eran de los recubiertos con chocolate, mis favoritos. Hacia la derecha, tres o cuatro obreros movían rocas y trozos de estructura del suelo con sus manos cubiertas de gruesos guantes de cuero. Uno de ellos se parecía mucho al actor Fernando Godoy: se movía ágil y hacía gestos graciosos con la cara mientras trabajaba. De repente, siento un gran estruendo.

-“¡Cuidado, desplome!”

       Me agaché y cubrí mi cabeza con ambos brazos. A los segundos después, el ruido se detuvo y el aire quedó espeso de polvo de tierra húmeda y encierro.

-“¿Se encuentra usted bien, señor ministro?”

        Dos de los troncos que estaba levantando la retroexcavadora se soltaron y cayeron junto a mí quedando en posición diagonal, con un extremo en el suelo y el otro en el muro a mis espaldas. En su caída, golpearon la pila de troncos y éstos se derrumbaron y dejaron ver la parte superior del interior de la cámara que bloqueaban. Estaba oscuro.

-“Estoy bien, estoy bien. Metan el brazo de la máquina en ese agujero y terminen de derribar los troncos. ¡Necesito saber qué hay allí adentro!”

        La guía miró al conductor de la retroexcavadora y éste miró hacia un piso superior, donde una persona con casco metalizado asintió con la cabeza. Nos movimos unos metros detrás de la máquina, de manera que vimos desde atrás de la gran oruga izquierda cómo entraba la pala a la cámara y derrumbaba lo que quedaba de la pila de troncos.

        Cuando los troncos estuvieron quietos y horizontales en el suelo, avancé hacia la entrada de la cámara. Olía aún más fuerte a humedad y encierro.

-“¡Una linterna!” grité y extendí mi mano derecha. Un obrero me pasó una.
              
         La encendí y miré hacia adentro de la sala. No era muy profunda. La luz tocó el muro blanco del fondo y éste estaba a tan solo unos cuatro o cinco metros. Era una habitación cuadrada, vacía, blanco arriba y a los lados.

-“¿Nada? dijo un obrero. Pero alumbré con la linterna el piso.

       Grandes letras talladas en el mármol indicaban el contenido de la cámara:

-“Aquí yacen los restos de los presidentes de la República número XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII y XXXVIII”

-“¡Ministro Portales, los encontramos!” dijo alegremente la guía detrás de mí.

-“Si, ellos son”

         Y en ese preciso momento, un viento muy fuerte sopló desde el interior de la cámara que hizo que nos diéramos vuelta y cubriéramos nuestros rostros con los brazos. Todo, acompañado por un lúgubre sonido similar a un grito muy agudo de mujer.



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